Comentario
Imaginemos una ciudad que de pronto recibe asentamientos comerciales de toda Europa, mezclados con una ancestral población morisca, una nobleza reciente y dudosa, gitanos recién llegados y un sinfín de ganapanes que olfateaban un oro inexistente. Este ambiente generó muy pronto un mundo de picaresca, prostitución, engaños, corrupción, falsas acusaciones inquisitoriales, marineros en espera de embarque que nunca embarcaban y un sinfín de individuos marginales. Habría que meditar al margen de qué estaban estos individuos, pero de ello hablaremos más adelante.
Si repasamos las impresiones de Blanco White sobre el puerto de Cádiz en el primer tercio del siglo XIX, podremos hacernos una idea de lo que fuera el de Sevilla a mediados del siglo XVI. Hubo de ser, en cuanto al pueblo llano, un cúmulo de miseria y esperanza en la urbe económicamente más importante de la Europa atlántica.
Al mismo tiempo, la hipotética riqueza americana, generaba un aspecto diferente de esa variopinta sociedad. Pasado el 1500 ya se había levantado buena parte de lo que hoy es la catedral: una gigantesca fábrica de carácter inevitablemente gótico, sobre la destruida mezquita almohade. Desde 1401, fecha que coincide con acontecimientos artísticos italianos, como pueda ser la convocatoria del concurso para las puertas del baptisterio de Florencia, que ganó Lorenzo Ghiberti, el cabildo catedralicio decidió ocupar una enorme área de la ciudad, próxima al puerto, con este templo casi faraónico con el propósito de hacerlo perdurable y convertirlo en el núcleo fundamental de la urbe. Esta voluntad obliga a renunciar a la tradición arquitectónica almohade y mudéjar y se opta por la fábrica no en ladrillo sino en piedra, material inexistente en la zona e importada de Portugal no sin gran gasto. Con la piedra vienen también operarios portugueses, franceses, flamencos y alemanes para dar mayor variedad social a una ciudad que todavía no se había convertido en la capital del Nuevo Mundo.
Desde antiguo, el cabildo catedralicio y el de la ciudad se reunían conjuntamente en el Corral de los Olmos que, abandonado por su incomodidad, dio paso a la construcción de las salas capitulares, anejas a la catedral, ya en pleno siglo XVI. Estos cabildos, fundamentalmente el eclesiástico, han de ligarse a un patriciado urbano, de burgueses adinerados que, tímidamente, pretendían emular el patriciado humanista a la italiana. De esta relación surge un buen número de canónigos, entre los últimos años del siglo XV y los primeros del XVI, que ponen al día el ámbito cultural de una Sevilla en plena ebullición. Hay canónigos que, en sus funciones, traspasan la barrera de lo puramente religioso, como Sancho de Matienzo, que fue nombrado por Isabel de Castilla tesorero de la Casa de Contratación. Probablemente el más importante y prematuro de estos canónigos humanistas fue Rodrigo de Santaella, quien, educado en Bolonia, fue de los primeros españoles, según Bataillon, que dominaban el griego clásico. El fundó el colegio de Santa María de Jesús con el propósito de convertirlo en una universidad de artes liberales, Derecho Canónico y Teología, tomando como modelo el colegio español de Bolonia. Impulsado por los nuevos conocimientos cartográfícos, llegó a traducir la obra de Marco Polo.
Traducciones de textos de carácter marcadamente humanista se suceden en poco tiempo. Las más importantes son las llevadas a cabo por Diego López de Cortegana, también canónigo, que realiza la de las obras de Eneas Silvio Piccolomini, que fue el papa Pío II, las de Erasmo de Rotterdam y -haciendo gala de una escasa pacatería netamente humanista- "El Asno de Oro", de Apuleyo. El propio cabildo le encarga de que trate de persuadir a Domenico Fancelli, un florentino que había realizado para la catedral el sepulcro del cardenal Diego Hurtado de Mendoza, para que se quede en Sevilla y continúe su labor. Otros canónigos -en este caso genoveses, lo que ilustra la rápida babilonización de la ciudad- son los hermanos Jerónimo y Pedro Pinelo, hijos de Pedro Pinelo. Este, directamente llegado de Génova, fue amigo personal de Cristóbal Colón y primer factor de la Casa de Contratación. La familia se construyó muy cerca de la catedral, en la calle Abades, una casa bellísima que aún se conserva, donde los elementos mudéjares, platerescos y plenamente renacentistas se unen en un estupendo contubernio. No en vano el contemporáneo cronista Peraza afirma que los genoveses tienen todos muy lindas y alegres casas, con aguas de pie y excelentes vergeles.
Este ambiente cultural muy avanzado, construyéndose la gigantesca catedral potenciada por un cabildo de corte moderno, choca frontalmente con el de las calles. Tenderetes donde se vendía de todo, prostitutas, gañanes, frailes limosneros, niños abandonados, perros callejeros y marineros de tres o cuatro idiomas distintos, hubieron de convertir Sevilla en una urbe difícilmente imaginable. Sin embargo, en lo que al arte concierne, que es lo que nos interesa, la erección de la catedral, la de innumerables conventos y palacios hacen de la ciudad un foco de atracción para artistas de todo tipo: pintores, escultores, tallistas, orfebres, doradores, etc. Pero curiosamente, la producción de la obra pictórica durante el siglo XVI está llevada a cabo por artistas foráneos, flamencos y alemanes sobre todo, y ocasionalmente algún sevillano educado en Italia, como Luis de Vargas. En definitiva, hemos de hablar sobre pintura hecha en Sevilla y para Sevilla pero no de buena pintura sevillana en sentido estricto.